domingo, 8 de mayo de 2011

Trabajo III - Parte IV - Artículo I. ”Ganadores y perdedores del fenómeno”

perfil.com - Domingo 04 de Mayo de 2008

EL OBSERVADOR

EFECTOS DEL DESMONTE EN EL CHACO

Ganadores y perdedores del fenómeno

Los precios mundiales de los commodities detonaron una transformación en el interior del país. Por un lado, se expandió el cultivo de oleaginosas y se disparó el volumen de exportación. Pero por otro se acentuaron los desmontes y se forzó el desplazamiento de población. PERFIL recorrió el Chaco para comprobar las dos realidades que coexisten detrás del fenómeno sojero.

Por Gabriela Manuli*

 

 

Desolación. Chala Maldonado y Cacho Sabjen, víctimas del desmonte indiscriminado en el Chaco.

 

Chaco ya no es lo que era. Ya no después de la soja. El cultivo partió la sociedad por la mitad y la provincia que concentra mayor superficie de bosque nativo es, a la vez, la que ostenta la mayor cantidad de hectáreas desmontadas. Para algunos, eso que crece hasta en las banquinas de la ruta es una plaga, pero para otros es oro verde. La historia de las desigualdades de la soja se repite detrás de cada tranquera, y la fractura es irreversible.

Por un lado, existen poblados como Tres Isletas que no paran de recibir campesinos que vendieron sus campos al mejor postor, pero que hoy se arrepienten hasta el cansancio de haber perdido el único sustento. Allí donde antes crecían a mares el algodón o el girasol, hoy sólo se ve soja. Pero por otro lado emergen ciudades como Charata, que no cesan de crecer gracias a las divisas del monocultivo. Invitado por Greenpeace, PERFIL recorrió la zona inocultablemente alterada por las diferencias que generó la expansión de la soja.

Auge. Chaco significa lugar de cacería, y muchos de sus poblados llevan nombre de aves y animales autóctonos que hoy casi no se dejan ver. El desmonte arrasó con esa fauna. Según datos de la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable, sólo entre 2002 y 2006 la transformación de los bosques nativos alcanzó, en las provincias de mayor deforestación, un promedio de 280 mil hectáreas al año. O, lo que es lo mismo, una hectárea cada dos minutos. Y la soja fue el principal impulsor. Mientras que en 1997 la superficie sembrada de soja en el Chaco era de 130 mil hectáreas, diez años después superó las 700 mil.

Charata es sinónimo del apogeo sojero y la ciudad más promisoria del Chaco y el nordeste. Hoy es núcleo del sector, y allí se realiza todo tipo de convenciones y congresos. El censo del INDEC de 2001 hablaba de 22.500 habitantes, pero desde la Intendencia aseguran que hoy viven 35 mil personas. A su alrededor, agregan, se cosecha soja en el 90 por ciento de los campos. Antes de llegar a Charata ya se ve el progreso económico: las rutas están deterioradas por el constante ir y venir de camiones que dejan una huella como si fueran caminos de tierra. Y ya en la ciudad, el progreso se respira: canchas de golf, hoteles exclusivos, casinos, autos de lujo, cientos de negocios y mansiones.

Pero sus habitantes advierten que no todo lo que reluce es oro. “No tenemos agua potable, cloacas ni gas natural. Acá el agua es de aljibe y son muy pocos los que tienen potabilizador domiciliario. Por eso no contamos con grandes industrias”, explica Horacio Echavarría, gerente de la Cooperativa Agropecuaria de Charata, que reúne a pequeños y medianos productores. De los asociados, el 40 por ciento se dedica a la soja, y aunque se sufre el avance de los pools de siembra y el endeudamiento fiscal de los 90, Echavarría asegura que igual se sienten los beneficios. “El Gobierno no quiere reconocer que la soja hace que otras actividades crezcan como las maquinarias, vehículos y agroquímicos”, explica.

Caída. En Tres Isletas y alrededores todo es diferente. Muchos de sus habitantes están desempleados luego de que vendieron sus campos. Y los pocos que subsisten se sienten acorralados. Luis Osvaldo Chala Maldonado vive con su mujer y sus ocho hijos en un campo en Pampa Solís. “Todo esto era pasto”, explica mientras señala la tierra seca que inunda lo que antes era un terreno fértil. “Es el veneno, me tiene ya aburrido el avión”. El glifosato, vital para la soja transgénica, es hoy su mayor enemigo. Desde que empezaron las fumigaciones, sus animales adelgazaron, sus hijos tienen tos y gripes cada vez más fuertes. “No podés ni tomar un remedio de yuyos porque está todo contaminado con veneno”, asegura. Y a eso se suman temperaturas aún más extremas que las habituales.

Chala es consciente de que hoy molesta. Sus 130 hectáreas están en el medio de enormes plantaciones de soja. Y día a día repite (y se repite) que no venderá el campo donde nació y se crió. “Si vendo, ¿qué hago? Te gastás la plata y en un mes no tenés nada. Yo lucho y el campo está y va a estar para mis hijos.”

Luis Cacho Sajben es su compadre y vecino. Y junto a él, forma parte del grupo de resistencia local que convocó a Greenpeace para que los ayudaran a parar el desmonte. Aún recuerdan cuando el año pasado encadenaron dos topadoras. Una pequeña victoria dentro de la debacle general. “Tres Isletas se fue agrandando porque cada vez hay menos pequeños y medianos productores en el campo. La escuela rural está casi desierta y no hay vida social. “Recién ahora la gente nota el daño. Cuando empezaron las topadoras y las ventas de campos, para ellos era todo lindo. Agarraban mucha plata. Algunos se fueron a villas miseria de Buenos Aires o de Resistencia, o a crotear al pueblo. Todos están arrepentidos”, agrega.

En pleno conflicto con el campo, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner criticó al modelo sojero y habló de la importancia de frenar el avance. Su visión de que la soja es “casi un yuyo” irritó a los productores. Un informe de la Secretaría de Agricultura estima que, de continuarse este proceso, la producción llegará a los 100 millones de toneladas en la próxima década, y que, de no generarse medidas acordadas entre instituciones y actores políticos, “la competitividad sectorial y la sostenibilidad de los recursos se verán en el mediano y largo plazo seriamente comprometidas”.

“Nos parece importante que la Presidenta haya reconocido que la sojización es un problema. Las organizaciones veníamos advirtiendo esto, quizá fue un poco tarde, pero se reconoció que es un problema. Esperamos que a partir de ahora haya avances en ese sentido y que no se siga desmontando”, analiza Hernán Giardini, coordinador de la campaña de bosques de Greenpeace.

Contrastes. Lo primero que se ve cuando se entra a Charata es un imponente local de John Deere lleno de enormes tractores y cosechadoras. A la vuelta, el dueño de la sucursal tiene una de las mansiones más grandes de la ciudad. “Hace dos días había como diez máquinas, ahora quedaron estas cuatro nomás”, cuenta el encargado. Aunque reconoce que después de los cortes del campo las ventas mermaron.

En Tres Isletas los negocios no son tan prósperos. Es muy difícil caminar sin toparse con un kiosco atendido por ex campesinos hoy devenidos en frustrados comerciantes. Y si no, viven de changas o se van a trabajar al Impenetrable, abandonando a su familia. “En el campo tenés vacas, pollos, pavos, y si hay hambre matás a un animal y listo –explica Gladys Escobar, la mujer de Cacho–, pero en el pueblo si no tenés plata no comés.” Gladys tiene una cuenta pendiente que la atormenta: “Me arrepiento de no haber empezado antes a parar las topadoras, porque ahora no queda casi nada. No sé cómo fue que empezaron a hacer esto”.
Pero el progreso no viene solo. A Charata le llegaron, cuentan los que allí viven, “los vicios de las grandes ciudades”. Hace apenas pocos días abrió sus puertas un nuevo Casino de la Lotería Chaqueña que se suma a la oferta de bingos y máquinas tragamonedas. También hay más robos y, aunque la mayoría sigue dejando la bicicleta sin atar, el hábito empieza a desaparecer.

El año pasado se sancionó la ley de bosques, que establece una moratoria de los desmontes hasta que cada provincia realice un ordenamiento territorial participativo. Por ahora, las topadoras están paradas, pero no se sabe por cuánto tiempo. Cacho sabe de esto, pero no se resigna. “Yo estoy re contento pero hay que cumplir la ley. No quiero ver tumbado un palo más por una máquina. Nuestros montes los vimos haciéndose humo y ceniza. Ahora el dueño de la topadora se la va a guardar para que le suban las gallinas arriba. No le vamos a dejar más. Sólo de gallinero”, explica parado arriba de kilómetros de campo arrasado.
*Desde el Chaco.